Decidieron celebrar la navidad juntos en familia y así lo hicieron. Todos apagaron sus teléfonos móviles.
Decidieron celebrar la navidad juntos en familia y así lo hicieron. Todos apagaron sus teléfonos móviles.
"¿Qué si tengo algo que añadir? Hombre, pues algo si, mire usted. Verá, nací en un barrio pobre y esas cosas que ya habrá oído usted tantas veces. Mi padre se mató en la obra siendo yo un chiquillo, y a mi vieja le toco criar a cuatro hijos ella sola, doblando turnos y sin apenas vernos. Digamos que nos educamos solos, entre nosotros, y así salió el experimento. Luego, si añadimos las bromas en el colegio por ir siempre con la misma ropa remendada y sin bocata, que los niños son muy cabrones, pues claro, la consecuencia es que crecí siendo un autentico hijo de puta resentido.
Comencé a robar siendo bien chaval. Dicen que el dinero no da la felicidad, pero ser pobre tampoco. Además estaba harto de ver a mi madre matarse día tras día. Y así empecé, con pequeños hurtos. Me compraba zapatillas nuevas, iba al burguer a comer y le dejaba pasta a mi vieja, que aunque no aprobaba mi vida también se daba cuenta de que era eso o la miseria. Hoy en día no te dejan trabajar siendo menor, los listos. Pues a robar.
Claro que no todo el monte es orégano y como no, llegaron los internados y los correccionales, de donde salí todavía más cabrón. Y así hasta hoy, que ya pasaré a mayores, después de lo que dicte usted.
¿Qué por qué lo hice? Porque las farmacias y joyerías ya apenas tienen efectivo, con eso de las tarjetas, y ya tocaba un banco. ¿Por qué le dispare al guardia? Yo le apunte al pie, y casi le vuelo las pelotas, al pobre. Pero mire, señor juez, el me iba a disparar a mí, o eso dijo. Además, si tengo que ir pa’dentro no quiero entrar como un pringao. Es una carta de presentación, que me tomen por loco, así me respetan.
¿Qué cómo me declaro? Hombre, pues supongo que culpable. Eso sí, con matices, señoría, con matices."
- Perdón, padre, porque he pecado.
- Dígame doctor, en confianza.
- Creo, padre, que he perdido la fe en la ciencia.
- Explíquese.
- Mire, como psiquiatra tengo acceso a multitud de problemas y debilidades humanas, pero no todas con solución. Hay veces que me siento como un curandero recetando potingues milagrosos que ya se de antemano que no son la solución. Trastornos que se escapan de mis manos y mis conocimientos. Mi capacidad de comprensión tiene cada vez más limites, y cuanta más experiencia, más dudas. Esa misma experiencia que me ha demostrado que existen problemas sin solución. Por mi consulta pasan psicópatas potenciales, pederastas, maltratadores sádicos. Personas que solo un ente superior, como su Dios, puede tratar, o juzgar. Casos en los que una terapia solo atenúa, jamás cura. Respuestas que la ciencia no me da. He aprendido que el mal existe, padre. Genético y educacional, y la impotencia se convierte en fraude dentro de mi cabeza. Yo no les puedo mandar rezar, ni convencerles de que se arrepientan, tan solo les doy unas pastillas que no nos engañemos, son como lacasitos para un adicto. Mi vocación se diluye, padre, y cada vez interactúo menos con mis pacientes. Escucho, escribo y que pase el siguiente. Es curioso, pero yo, que siempre había renegado de la religión, cada vez la veo más cercana. Creo que necesito creer, por eso vengo. Me facilitaría tanto la vida saber que hay un Dios…
- No sabe usted como le entiendo, doctor.
- Pues esta es mi confesión, padre.
- Le mandaría rezar dos padre nuestros, si se los sabe, pero no creo que sea necesario ¿no?
- Los rezaré, que nunca se sabe.
- Buenos días padre, acomódese ¿Qué tal la semana?
- Buenas, doctor. Igual o peor. Siguen latiendo mis problemas, o más que problemas, preocupaciones. Siento un vacío que cada vez se hace más grande y creo que es la ausencia de Dios. O tal vez sea predicar en el desierto, que termina quemando. Creo que he tirado la toalla hace tiempo y lo que tengo ahora es monotonía laboral.
- ¿Ha perdido usted la fe?
- Sinceramente, creo que sí. Verá, de joven, cuando no era más que un novicio, era todo ilusión, como un idealista con su ideal o un enamorado con su pasión, pero luego empiezas a ejercer y te vas asentando en la realidad, y tanto la pasión como los ideales se difuminan, igual que la fe, y ya todo se vuelve más pragmático. Calas a la gente, sus inquietudes, sus miserias, y vas abriendo los ojos hasta que dices “¿es esto la obra de Dios?”. Mire, doctor, de toda mi parroquia cuento con los dedos de una mano, y sobran dedos, auténticos devotos. La mitad vienen por tradición, por cumplir trámite, y la otra mitad por miedo a que de verdad exista algo. Por amor al creador vienen dos a lo sumo. Y luego está el confesionario. Las cosas que uno escucha, más propias de su consulta que de la mía. Y tengo la obligación de perdonar, cuando en vez de mandar rezar ave marías les daría un par de hostias a más de uno, pero hostias de cinco dedos, no obleas. Parece mentira que la gente crea con facilidad que le va a tocar la lotería y en cambio les cuesta un mundo creer en algo superior, es curioso. Solo hay una mujer que me devuelve la cordura. Es callada, nunca va en domingo, sino a diario, cuando menos visible esta. Tiene la paz en el rostro. Llega, escucha, reza y se va. Nunca se confiesa. Sé que es feliz, una creyente convencida, que siente a Dios en cada bocanada de aire, que para ella vivir es un regalo divino, y así se lo toma, con la máxima humildad. Me han contado que apenas tiene recursos, pero que afronta los problemas con una sonrisa y jamás habla mal de nadie, dígame ¿Cuántas pastillas necesitaríamos nosotros para sentir su bienestar? No sabe usted como la envidio. Quizás sea por ella que sigo en la trinchera, doctor. Puede que sea la señal que Dios me ha enviado, a saber.
- Dígame, padre ¿Por qué viene usted a terapia?
- Por lo mismo que usted va a misa, doctor, para aliviarme. Para aliviarme.
Voy a contaros un cuento de marinos, o más bien un cuento de personas, pues la moraleja del mismo viene a decir lo complicados, y paradójicamente simples que podemos llegar a ser.
Era un joven pescador qué, como todas las mañanas, salió con su barco a faenar. Llevaba provisiones para el día, pero una violenta tormenta lo tuvo a la deriva por más de tres jornadas, sin rumbo, sólo en el océano. Incapaz de hacerse con el control del barco, sediento y terriblemente cansado, rompió a llorar. Luego rezó, y entre oraciones se quedó dormido.
Al despertar, lucía un sol espléndido y el mar estaba en calma. Comprobó que el bote no sufría desperfectos y se alivió. A lo lejos avistó tierra. Quizá fuese un islote que no figuraba en el mapa. A saber cuantas millas había navegado. Allí se dirigió, con la esperanza de encontrar agua dulce. Al llegar, soltó el ancla y a nado se acercó a la playa. Para su asombro, un grupo de nativos, semidesnudos, le estaban esperando. A duras penas y con gestos se hizo entender. Aquella gente era amable y acogedora . Le condujeron hasta su poblado, que era un grupo de chozas echas de arcilla y paja. Le dieron agua y comida y le invitaron a descansar.
Y así paso un tiempo. Aprendió su idioma, su manera de vivir, sus costumbres y su filosofía. Eran felices con poco, y él también era feliz. Sintió, por primera vez en su vida algo parecido a la libertad, era dueño de sí mismo. Cada día era diferente, sin preocupaciones, nada más que alimentarse y vivir, con tiempo para pensar, caminar, reír. Incluso aprendió a cazar.
Una joven se fijo en él, y él en ella. Empezaron a pasar tiempo juntos, a solas, y terminaron uniéndose. Construyeron una casa y fueron agasajados como nueva pareja ¡Dios, aquello era el paraíso! Tuvieron hijos y así pasaron los años. Era un hombre nuevo, con una familia de verdad en el lugar más bello y virgen que se había imaginado.
Mas una noche una terrible tormenta sacudió la isla de norte a sur. Hubo daños. Algunos tejados habían volado e incluso algún árbol cayó. Pronto se pusieron a reparar los desperfectos, pero nuestro joven protagonista descubrió, horrorizado, que su barco se había hundido. ¿Horrorizado por qué? Os preguntareis, pues no lo utilizaba y allí era feliz ¿Para qué quería el barco? Tampoco él lo sabía, pero cambió. Dejó de ser feliz. Dejo de reír, de amar la vida, de sentirse afortunado. Incluso la presencia de su amada y de sus hijos le incomodaba, y cayó en una profunda depresión, de la que jamás se recuperó.
Puede que aquel barco representase para él la libertad de elección, la oportunidad de marchar si algún día así lo decidiese, aunque nunca llegase ese momento. Y es que lo queremos todo. Ese es el problema.
Era un matrimonio normal. De esos que cuadran cuentas a diario para llegar a fin de mes. Ella limpiadora, él repartidor. Supervivientes, como tantos.
Como suele ser habitual en estos casos, querían un futuro mejor para su hijo, su único. Un futuro en el que él decidiese que hacer con su vida, y no la vida que hacer con él. Para ello, y tras mucho meditar, tomaron una drástica decisión. Sacaron al niño del colegio en cuanto tuvo la primaria. Lo matriculaban, eso sí, pero sólo para hacer el paripé con asuntos sociales, mas el chico no iba a clase, se quedaba en casa. La idea era preservar su cerebro intacto, carente de información y con la mínima cultura. Sabía leer, sumar y escribir, poco más, y cualquier pregunta que hacía era respondida con evasivas, o con un: “lo sabrás llegado el momento”. Y así creció, en la más profunda ignorancia, hasta que, como había augurado su padre, los principales partidos políticos conocieron su caso y se fijaron en él.
Le llovieron ofertas. Tenía el cerebro perfecto para ser dogmatizado desde cero. Era un libro en blanco, un filón. Le esperaba, como le decían, una larga y exitosa carrera por delante, cosa que se cumplió con creces.
Cuando se decantó por una de las ofertas, lo reeducaron, o mejor dicho, lo educaron. Aprendió todo lo que le quisieron enseñar desde una sola óptica, y obtuvo un discurso veraz, creíble, pues él estaba convencido. Solo existía una verdad en sus palabras, que es lo que vende en estos tiempos. Y llegó lejos. Muy lejos.
Lo orgullosa que se sentía su madre, cuando hablaba de él con su vecina, cuyo hijo había estudiado para juez. “Quien sabe, Mari, puede que tu chico termine trabajando para el mío”.
"Tienes toda la razón, socio. Yo también conozco un caso parecido al que me cuentas. Un tío que empezó desde abajo, y llegó lejos.
Era un chaval de mi barrio, buen tío, normalito, pero con un talento especial para las drogas. Le gustaban todas, especialmente la coca, aunque no le hacía ascos a nada. Tenía, como te digo, algo especial. Era una especie de sumiller del perico. Entre su experiencia, que era mucha, y un sexto sentido innato para catar, lo detectaba todo. Procedencia, si estaba cortada, como era la subida, el bajón…todo. Un hocico fino, vaya.
Empezó pillando para los colegas. Nunca se equivocaba y sabía donde encontrar farlopa de la buena. Con estos pequeños "trapis" , a él le salía el tema gratis. Bien, pero, como tonto no era, un día se dijo:”Coño, aquí hay negocio”. Y así fue. Se corrió la voz y al poco le vendía a todo el barrio. En la calle, el boca a boca funciona, y como siempre vendía tema bueno, le sobraban compradores. Incluso se permitió cortarla en más de una ocasión, pues sabía de sobra con qué, y que no se notase.
Luego vinieron los clientes especiales. Esos pijos que te piden algo bueno para follar, o para una fiesta, o para estar de tranquis, y claro, como él era un experto, les asesoraba de la hostia.
Total, que el negocio creció. Contrató gente para el menudeo. Empezó a mover cantidades tochas, y se hizo un nombre. Incluso la pasma le respetaba. Nunca hubo una sobredosis y nunca un marrón de sangre. Todo controlado. Sin malos rollos. Llegó un momento que tenía tanta pasta, en negro, claro, que incluso cuando le ponían una multa se alegraba, por qué, como él decía: “Así contribuyo con el estado”.
Pero un buen día todo se jodió. Llegaron las multinacionales, y adiós. Bandas de fuera con mucha pasta y con mucha peña. Vendiendo barato y a todas horas. En todas partes. Una plaga.
Le dieron dos alternativas. Coger un dinero por retirarse, o movida. Y como las movidas no eran su rollo, se jubiló. Andará por algún parque viendo como "gramean" los chavales. Con cuarenta tacos, tampoco está mal.
Pero en la calle nada volvió a ser lo mismo. Es todo mucho más frío, sin implicación personal. Llegas, pillas y te vas. Ni los buenos días, colega. En cierta manera se le extraña.
Más o menos como el ferretero que me cuentas, que llegó el “Leroy Merlin” y a la mierda.El pez grande se come al chico. Así con todo. Vaya asco de vida."