jueves, 31 de mayo de 2012

Instinto y premonición







                       Agarrado al volante del coche, sin más paisaje que el auto que me precede, observo, intentando mantener la poca calma que me queda. Empiezo a sudar. No es el calor, tengo el aire acondicionado puesto, con su monótono run-run. Es la angustia. La angustia de la insoportable quietud. Llevamos parados mucho tiempo, avanzando cada diez minutos poco más de tres metros. El atasco parece no tener fin.

Mis nervios flojean, dejando paso al inevitable instinto. Éste me empuja a salir.
Como en una ciega reacción temperamental, sin pensar, con la adrenalina a flor de piel, bajo del coche y me subo  a su techo. Oteo el horizonte y no veo más que una inerte masa de vehículos encendidos, parados, expectantes; prácticamente moribundos.

Esta nueva óptica me empuja a caminar. Lo hago sobre los coches, saltando de techo a capó y de capó a techo, rápido y hacia delante. Mientras avanzo, los demás conductores me insultan y me gritan. No es por pisar sus coches. No, eso es la excusa. En realidad me insultan por avanzar, por salirme de la norma del atasco. Tampoco yo camino por desesperación, ni por agobio. Eso fue al principio, en las primeras zancadas. Ahora que llevo un buen trecho recorrido es la curiosidad la que me mueve.

Me llama la atención que bajo mis pies dejo atrás todo tipo de vehículos. Viejos, lujosos, familiares, deportivos; pero todos tienen algo en común; están parados.En un atasco, como en la muerte, todos somos iguales.

Al fondo, algo empieza a cambiar. Una inmensa y densa niebla me impide ver más allá.
Despacio, muy despacio, continúo. No veo absolutamente nada. Oigo ruido de golpes, y algún lejano grito que se pierde. Paro en seco y me agacho, agudizando mi vista al máximo. Lo que descubro me petrifica. Muy cerca de mi esta el final del atasco, y el motivo de éste.
Un gran cráter de varios kilómetros de profundidad se abre en la tierra, y por él van cayendo, inevitablemente, todos los coches que despacio y a ciegas se acercan. Sin tiempo para ver, ni para pensar; tan solo para gritar.