Agarrado al volante del coche, sin más paisaje que el auto
que me precede, observo, intentando mantener la poca calma que me queda. Empiezo a sudar. No es el calor, tengo el aire acondicionado puesto, con su monótono
run-run. Es la angustia. La angustia de la insoportable quietud. Llevamos
parados mucho tiempo, avanzando cada diez minutos poco más de tres metros.
El atasco parece no tener fin.
Mis nervios flojean, dejando paso al inevitable instinto.
Éste me empuja a salir.
Como en una ciega reacción temperamental, sin pensar, con la
adrenalina a flor de piel, bajo del coche y me subo a su techo. Oteo el horizonte y no veo más
que una inerte masa de vehículos encendidos, parados, expectantes; prácticamente
moribundos.
Esta nueva óptica me empuja a caminar. Lo hago sobre los coches,
saltando de techo a capó y de capó a techo, rápido y hacia delante. Mientras
avanzo, los demás conductores me insultan y me gritan. No es por pisar sus
coches. No, eso es la excusa. En realidad me insultan por avanzar, por salirme
de la norma del atasco. Tampoco yo camino por desesperación, ni por agobio. Eso
fue al principio, en las primeras zancadas. Ahora que llevo un buen trecho
recorrido es la curiosidad la que me mueve.
Me llama la atención que bajo mis pies dejo atrás todo tipo
de vehículos. Viejos, lujosos, familiares, deportivos; pero todos tienen algo
en común; están parados.En un atasco, como en la muerte, todos somos iguales.
Al fondo, algo empieza a cambiar. Una inmensa y densa niebla
me impide ver más allá.
Despacio, muy despacio, continúo. No veo absolutamente nada.
Oigo ruido de golpes, y algún lejano grito que se pierde. Paro en seco y me agacho,
agudizando mi vista al máximo. Lo que descubro me petrifica. Muy cerca de mi
esta el final del atasco, y el motivo de éste.
Un gran cráter de varios kilómetros de profundidad se abre
en la tierra, y por él van cayendo, inevitablemente, todos los coches que
despacio y a ciegas se acercan. Sin tiempo para ver, ni para pensar; tan solo
para gritar.