Agarrado al volante del coche, sin más paisaje que el auto que me
precede, observo, intentando mantener la poca calma que me queda. Empiezo a
sudar. No es el calor, tengo el aire acondicionado puesto, con su monótono runrún.
Es la angustia. La angustia de la insoportable quietud. Llevamos parados mucho
tiempo, avanzando cada diez minutos poco más de tres metros. El atasco parece
no tener fin.
Como en una ciega reacción temperamental, sin pensar, con la adrenalina a flor de piel, bajo del coche y me subo a su techo. Oteo el horizonte y no veo más que una inerte masa de vehículos encendidos, parados, expectantes; prácticamente moribundos.
Despacio, muy despacio, continúo. No veo absolutamente nada. Oigo ruido de
golpes, y algún lejano grito que se pierde. Paro en seco y me agacho,
agudizando mi vista al máximo. Lo que descubro me petrifica. Muy cerca de mi
esta el final del atasco, y el motivo de éste.
Un gran cráter de varios kilómetros de profundidad se abre en la tierra, y
por él van cayendo, inevitablemente, todos los coches que despacio y a ciegas
se acercan. Sin tiempo para ver, ni para pensar; tan solo para gritar.