- Perdón, padre, porque he pecado.
- Dígame doctor, en confianza.
- Creo, padre, que he perdido la fe en la ciencia.
- Explíquese.
- Mire, como psiquiatra tengo acceso a multitud de problemas y debilidades humanas, pero no todas con solución. Hay veces que me siento como un curandero recetando potingues milagrosos que ya se de antemano que no son la solución. Trastornos que se escapan de mis manos y mis conocimientos. Mi capacidad de comprensión tiene cada vez más limites, y cuanta más experiencia, más dudas. Esa misma experiencia que me ha demostrado que existen problemas sin solución. Por mi consulta pasan psicópatas potenciales, pederastas, maltratadores sádicos. Personas que solo un ente superior, como su Dios, puede tratar, o juzgar. Casos en los que una terapia solo atenúa, jamás cura. Respuestas que la ciencia no me da. He aprendido que el mal existe, padre. Genético y educacional, y la impotencia se convierte en fraude dentro de mi cabeza. Yo no les puedo mandar rezar, ni convencerles de que se arrepientan, tan solo les doy unas pastillas que no nos engañemos, son como lacasitos para un adicto. Mi vocación se diluye, padre, y cada vez interactúo menos con mis pacientes. Escucho, escribo y que pase el siguiente. Es curioso, pero yo, que siempre había renegado de la religión, cada vez la veo más cercana. Creo que necesito creer, por eso vengo. Me facilitaría tanto la vida saber que hay un Dios…
- No sabe usted como le entiendo, doctor.
- Pues esta es mi confesión, padre.
- Le mandaría rezar dos padre nuestros, si se los sabe, pero no creo que sea necesario ¿no?
- Los rezaré, que nunca se sabe.