lunes, 1 de noviembre de 2021

Virgen

 


                    Era un matrimonio normal. De esos que cuadran cuentas a diario para llegar a fin de mes. Ella limpiadora, él repartidor.  Supervivientes, como tantos.

 Como suele ser habitual en estos casos, querían un futuro mejor para su hijo, su único. Un futuro en el que él decidiese que hacer con su vida, y no la vida que hacer con él. Para ello, y tras mucho meditar, tomaron una drástica decisión. Sacaron al niño del colegio en cuanto tuvo la primaria. Lo matriculaban, eso sí, pero sólo para hacer el paripé con asuntos sociales, mas el chico no iba a clase, se quedaba en casa. La idea era preservar su cerebro intacto, carente de información y con la mínima cultura. Sabía leer, sumar y escribir, poco más, y cualquier pregunta que  hacía era respondida con evasivas, o con un: “lo sabrás llegado el momento”. Y así creció, en la más profunda ignorancia, hasta que, como había augurado su padre, los principales partidos políticos conocieron su caso y se fijaron en él.

Le llovieron ofertas. Tenía el cerebro perfecto para ser dogmatizado desde cero. Era un libro en blanco, un filón. Le esperaba, como le decían, una larga y exitosa carrera por delante, cosa que se cumplió con creces.

Cuando se decantó por una de las ofertas, lo reeducaron, o mejor dicho, lo educaron. Aprendió todo lo que le quisieron  enseñar desde una sola óptica, y obtuvo un discurso veraz, creíble, pues él estaba convencido. Solo existía una verdad en sus palabras, que es lo que vende en estos tiempos. Y llegó lejos. Muy lejos.

Lo orgullosa que se sentía su madre, cuando hablaba de él con su vecina, cuyo hijo había estudiado para juez. “Quien sabe, Mari, puede que tu chico termine trabajando para el mío”.