Suena, impertinente como siempre, esa repelente maquina
de romper sueños que alguien, en un arrebato de originalidad, bautizó cierto día como despertador.
Abro los ojos con esfuerzo; después la boca, emitiendo un
sonoro gruñido parecido a un bostezo. Más que un bostezo, pienso mientras trato
de rascar esa zona inalcanzable de la espalda que siempre pica, es una especie
de suspiro ahogado; un suspiro producido por la angustia de saberse, de nuevo,
en el mundo real, en el que duele.
Huelo a café. Una efímera ilusión de que mi mujer haya
preparado el desayuno desaparece al recordar, aún en mi resaca, que hace
semanas me dejó. Sin duda el olor procede de otro piso más feliz que el mío.
Miro el reloj. Faltan un par de horas para que amanezca. Hora de levantarse.
Despacio, a desgana, me visto por inercia; algo que, como
conducir, hago de memoria, o lo que queda de ésta.
Una pasada rápida por el baño; lo justo para mear mientras
mi tos despierta a algún vecino, mojar con abundante agua cuello y cara, y
pasarme un peine por el pelo. Café de ayer recalentado en microondas, y a la
calle.
El camino al metro es una perezosa sucesión de imágenes
revividas a diario durante años. Nada es nuevo; apenas la cara de algún
despistado buscando un bar abierto o las más que previsibles inclemencias
meteorológicas tratan, sin éxito, de romper en parte la monotonía del trayecto.
Una vez en el vagón, más de lo mismo. La gorda del abrigo
azul con sus constantes e inquebrantables esfuerzos en lograr un asiento libre;
la chica de las gafas que jamás me ha dedicado una mirada, pese a mis intentos;
el joven- o ya no tanto- de los auriculares que siempre se duerme,; el avinagrado
tipo de los codazos. Gente con la que, echando cuentas, he pasado bastante más
tiempo que con muchos amigos o familiares con los que me puedo sentar a cenar
en navidad o a jugar un mus mientras nos contamos nuestras tristes, o
rutinarias, que es peor, vidas.
Llegamos por fin a mi parada. Bajo, y sin mirar, voy
preparando un cigarrillo. La primera calada de tabaco, además de ser el mejor
expectorante que conozco, tiene la discutible virtud de recordarle a mi paladar
el sabor, e incluso la cantidad aproximada- siempre mucha- del licor consumido
ayer. A veces simple cerveza, otras vino; las más, últimamente, whisky sólo.
Tras dos manzanas llego a la puerta de la fábrica. De
pronto, paro en seco; noto un repentino frío que recorre mi espalda y un agudo
dolor en la cabeza. Tiro el cigarro y levanto los ojos del suelo. Fijo la vista
en el portón de entrada; está cerrado. Después veo al portero, que extrañado y
un tanto compasivo me mira. Hago un esfuerzo y recuerdo aquello que insisto en
olvidar. La realidad aparece, como siempre, y me fuerza la pregunta:
¿Pero que coño hago aquí otra vez? ¡Estúpido parado!... la
fabrica cerró hace más de un mes, joder.
15 comentarios:
Amarga realidad la que has reflejado con gran destreza, tron. Cuánta gente se sentiría identificada y qué asco de etapa que estamos pasando.
Un gran texto.
Besos
Como suelen ser tus textos,certeros y directos,dando en el clavo de la realidad más cruda.
Real, dolorosa y triste realidad.
La has plasmado como sólo tú sabe hacerlo, amigo.
Buena esta entrada.
Un fuerte abrazo.
Así es, Antonio. Al vivir sobre el pavimento de la vida no nos damos cuenta de que hay más cosas alrededor y que las circunstancias sólo cambian para algunos. Parecemos empecinados en seguir siempre igual.
Un abrazo y me enhorabuena por tu don de narrar.
Tristezas, o rutina, que es peor.
Genial.
Ese arte tuyo del anclar hastioso de la realidad gastada. Se disfrutan estos relatos tuyos, que por cierto, los echaba de menos.
Mientras apuro mi cigarrillo, y el sol se esconde cansado de dar sin recibir, te dejo aquí un abrazo, Castelo.
Con tu excelente narrativa haces que la sucia realidad irrumpa como un mazazo. Malos tiempos para la lírica, amigo!
Como siempre un placer leerte. Salud!
Debería estar acostumbrada a tus finales sorpresivos... pero no, jomío. Siempre lo consigues.
Eres como Sabina... un poeta urbano que hace arte de la cotidianeidad.
Besos a discreción. ;)
Te estaba leyendo y estaba suspirando Antonio, y es que me han cambiado el turno en el curro y ahora me tengo que levantar a las cinco y media de la mañana, y también yo me dejo café preparado por las noches para no tener que hacerlo por la mañana, o sea que también me tomo ese café recalentado, y al salir del coche enciendo un cigarrillo y en lo único que pienso es en la siesta que me pegaré por la tarde. Pero tu final es trágico, amigo mio, porque esos pasos como siempre han llevado a tu prota a ese lugar acostumbrado en el que tal vez ha currado mucho tiempo. La rutina, el comportamiento mecánico, esas cosas que hacemos ya sin pensar, y tras todo esto una vida complicada, triste,real, porque esto es lo que escuchamos de los labios del vecino, y de los labios de cinco millones de parados. Es un gran placer leerte, Antonio.
Gracias por tu visita a mi blog espero se repitan. Saludos
es una triste historia de abandono, y auto abandono. Castelo, me ha dejado un sabor a tabaco y licor, no es agradable, pero la narración es buena.
Saludos.
Oye, Castelo, niño, que escribes que te cagas, que te lo digo yo. Y de una forma muy directa y original a la vez.
Esta historia es la vida misma de un montón de trabajadores que no se han hecho a la idea de que ya no tienen fábrica ni empleo.
Bueno, pues ya te conozco yo también.
Un abrazo de Mos desde la orilla de las palabras.
Te dejo mi nueva dirección del blog.
http://elviajeinacabadodeohma.blogspot.com.es/
Bicos.
¡Qué bueno!
Magnificco, diría yo.
La fuerza de la costumbre. La más cruda realidad...
Me encantó
Abrazos
En tu línea tocayo.
Magnifico relato.
Saludos.
La rutina tiene el poder de atraparnos incluso cuando ya no está... Sobretodo cuando nuestras vidas dependen de esas malditas rutinas.
Felices rutinas nuevas para este nuevo año que comenzamos con un miedo tan antiguo.
Un saludín.
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