viernes, 7 de enero de 2011

Confesión en negro




- Esto no servirá de nada, padre, se lo digo yo.


El cura sonríe con gesto bondadoso al forastero. A duras penas a conseguido llevarle hasta la iglesia, en un intento de confesarle. El aspecto duro de aquel hombre insinúa un oscuro pasado, y el sacerdote, entrado ya en años y con trecho recorrido, se ha propuesto salvar su alma.


El tipo mantiene su gesto indiferente mientras ambos caminan al confesionario. Tiene ese andar rígido que produce el vivir en tensión continua. Aunque no muy convencido aún, sigue al cura.
Sentado ya en el banco, escucha al Padre, a través del enrejado.



- Bueno, hijo mío. Puedes hablar sin miedo. Nada de lo que has de contarme saldrá de aquí. Esta es la casa del Señor, y solo Él ha de juzgarte. Desahoga tu alma y cuenta tus pecados y remordimientos. No lo has de lamentar.



- Puede que sea usted quien lo lamente… En fin, pater, por su insistencia estoy aquí, y en parte también por cierta necesidad de hablar con alguien, aunque no estoy muy convencido de mi arrepentimiento.

Vera usted. Puede que ya se huela algo, por mi carácter huidizo y mi aspecto sombrío. Soy un asesino, padre.- El hombre duda un segundo, antes de continuar. Tras la celosía, el sacerdote guarda silencio. Esto anima al enigmatico individuo a continuar su testimonio, más tranquilo ya, casi como hablando para si.


- Cierto. Mi oficio es matar, y soy perfecto e impecable cuando lo hago. Pero hay algo más, que se sale de mi profesión, y es que me gusta. Creo que disfruto cuando lo hago, aunque no lo demuestre. No sabría decirle una cifra de crímenes, pero créame, son muchos, demasiados para obtener el perdón divino, con el que ni cuento, por que además, le repito, no siento pena. Tan solo mi primera vez, que recuerdo levemente, me tuvo sin dormir un par de noches. Pero al venir la segunda, y luego la tercera, uno se olvida. Supongo que es como follar, Padre. Hubo una vez en la que sí perdone a mi victima, pero fue por maldad. Aquel tipo me suplicaba que lo matase y lo deje vivo, aunque maltrecho, eso si.

Se preguntará que hago aquí, en esta pequeña ciudad. Pues mi trabajo, amigo. Después de hablar con usted me iré. Vine a matar al hijo de Don Eulalio Gómez, que andaba metido en trapicheos, y ya esta finito, con un par de plomazos.


Silencio. El cura no habla. Algo metálico suena.


- Comprenderá, padre, que después de contarle esto no me siento seguro yéndome así, sin más. No es nada personal. Entiéndame.



Un estallido rompe el  sagrado y particular silencio de la capilla. Por las cortinas del confesionario el cadáver del hombre cae al suelo, con un agujero en la cara, ennegrecida y desfigurada.

Mientras la sangre se desliza lenta por el mármol, suena el teclado de un móvil.



- Don Eulalio. Si, soy yo. Su hijo esta vengado. Fue este tipo. Costó que confesase, pero al final cayo en la trampa…de nada, don Eulalio. Vuelva a llamarme cuando lo precise. Un saludo.


El falso cura se quita la sotana, la extiende sobre el cadáver y, tras comulgarse, se marcha, murmurando entre dientes

- Que disfruta matando… ¡idiota! Una cosa es el trabajo, y otra el placer. Hay que joderse.




1 comentario:

de Avalon dijo...

brutal...

y digo yo, por qué se comulga el falso cura?

(esta noche mira tu correo, antoñito ;))

ah, que me encanta.